La casualidad ejerce de caprichoso director de orquesta de la vida: ora
un minueto de animado día a día, ora una obertura que anuncia grandes hazañas,
ora un piano que acompaña la soledad, añadido un violín para un duetto como en un matrimonio, ora una sinfonía
que desgarra el alma y es la vida real, como una ópera que te hace llorar.
Por mucho que planifiques o que diseñes tu vida, lo máximo que puedes
encontrar son sueños que ahora se cumplen y ahora no.
Solamente algunas personas que envidias tienen la rara habilidad de ser
perseverantes, de empujar siempre en la misma dirección, de poner las cosas en su sitio. Son tenaces y
difícilmente los ves desfallecer. Invariablemente poseen convicciones algo más
radicales que la media y gracias a ello se sienten más seguros que el resto de
los mortales.
En la frontera de los sueños racionales, hay otra virtud que admiramos
todos y que se manifiesta de vez en cuando en casi todos, pero que es un patrimonio del día a día de estos seres que envidias y admiras: el coraje.
Se necesita coraje para llevar a la práctica lo que uno cree. Se necesita
coraje para contradecir a ese director de orquesta que es la casualidad. Aunque
no lo parezca, también se necesita coraje para hacer los sueños realidad. El
coraje es algo mucho mejor que la valentía, porque encima es racional y nace de
las convicciones más profundas.
Yo conozco bien a alguien a quien admiro y envidio, alguien con
convicciones como una roca. Alguien que es capaz de poner orden en el caos. Alguien
que tiene un coraje a prueba de una explosión termonuclear.
¡Suerte que juega en mi equipo!
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