En toda su vida había conseguido lo que se propuso. Nada de lo que iba surgiendo en su camino había podido desviarlo. Tenía la rara habilidad de sacar partido de lo que le salía al paso, cada día, con cada nueva vuelta del destino. Siempre aprovechaba y acomodaba su historia a lo que iba haciendo.
Cuando le comunicaron que tenía una enfermedad incurable pensó por un instante que no era de su vida, que no iba con él. Sin embargo su reacción fue la de siempre. No se iba a conformar, iba a luchar y estaba seguro del éxito que a cualquier otro mortal no le estaría permitido.
Nada permitía pensar en otro desenlace que no fuera que su vida acabara y la sorpresa de toda la gente que le conocía y que no entendería su final como no fuera por una oscura venganza de su fantástico destino y de su suerte y determinación a lo largo de toda su vida.
Sin embargo su determinación no era una cuestión de forma. Le había permitido encontrar su suerte, llegar siempre a las decisiones cruciales estando donde debía estar, justamente cuando debía estar.
Su determinación le permitió enfrentarse a la fatalidad, a buscar lo inexistente, lo que le iba a permitir alterar el futuro, su futuro predestinado; vencer a su muerte costara lo que costara.
...
Las máquinas habían terminado su obra. Su mundo les iba a reconocer la importancia de lo que habían hecho. Habían conseguido vencer a la muerte. Ya nadie tendría que morir de forma inesperada, por algún fallo de fabricación o por algún agente externo, enfermedad o lo que fuera.
Siglos de evolución habían sido capaces de fabricar la tecnología; el cuerpo humano, esa fantástica obra de ingeniería biológica estaba dominada, ya no tenía secretos.
Y la civilización evolucionó, y la gente cada día fue más feliz. Todos se sintieron cómodos y seguros, y desapareció la motivación y la sorpresa, todo se pudo prever, planificar, pronosticar.
…
Y la civilización entró en otra fase y los objetivos cambiaron. La razón de la existencia de cada ser ya no dependía de su cuerpo. Décadas después, la máquina ya no era necesaria. Nada que permitiera conseguir los objetivos y estos fueran para siempre, era necesario; todo debía volver a ser finito y el azar debía volver a desempeñar su papel.
Las máquinas construyeron una nave y lanzaron el sistema al espacio. El sistema que antaño había corregido cualquier fallo, diagnosticando y corrigiendo, estaba ahora en el espacio y vagaba sin rumbo por el universo.
…
Conducía lentamente su coche mientras pensaba lo que acababan de comunicarle. En una hora tendría que explicarle a su mujer la mala noticia. Ya había hecho alguna llamada para confirmar los datos que acababan de facilitarle.
Buscaría más médicos, sabía que el conocimiento médico no era universal, que existiría un tratamiento, en Nueva York, o en Singapur, que permitiría vencer su enfermedad.
Juan, su médico, le había dicho que el diagnóstico era irrefutable, que se había asegurado personalmente y que los análisis se habían repetido por dos veces antes de comunicarle la noticia.
- ¿Hay alguna posibilidad de que el diagnóstico no sea el correcto?, preguntó, todavía sin asumirlo.
- Yo mismo revisé los análisis, y no hay ninguna duda.
Conocía al doctor desde hacía muchos años. De hecho, aunque el conocimiento se había convertido en amistad, comenzó cuando su mente racional le dictó la necesidad de no dejar al azar tampoco su realidad biológica. Si algo le pasaba a su cuerpo, lo sabría antes de que fuera demasiado tarde y podría aplicarle remedio.
Si Juan le aseguraba que no había error en el diagnóstico, estaba seguro de que no había ningún error. Solo quedaba el tratamiento, debía haber alguna posibilidad.
- Tú sabes que no puedo conocer todos los tratamientos, pero te aseguro que he buscado y no he encontrado nada.
A partir de ese día, su vida se convirtió en la búsqueda de su vida, cada vez más cerca de su fecha de caducidad. Su determinación se convirtió en enfermiza.
Cuando murió, la obra que dejó, sus genes en forma de su hijo, siguieron el camino. Desaprovechó su vida en busca de su vida, y no pudo conseguirla.
04/04 Pedro Puig
jueves, 20 de noviembre de 2008
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