A través de las ventanas del tren, Juan podía ver el paisaje en un viaje de apenas 2 horas desde Valladolid a Madrid. Ya lo decía Isabel la Católica: “…ancha es Castilla…”. Cómodamente sentado a casi 200 kilómetros por hora veía los campos amarillos segados hasta el horizonte, con las roderas de las cosechadoras, las balas de paja distribuidas y cuidadosamente apiladas en cuatro, o en estructuras más grandes y, a veces, las balas de paja eran cilindros recubiertos de plástico blanco revelando otro tipo de cosechadora. El calor se veía, al igual que filas de postes eléctricos en fila con siluetas como de luchadores de sumo que surcaban el paisaje sujetando con sus manos los cables, separando los campos. Y también bosques de pinos abigarrados, oscuros, juntos, los pinos que se habían resistido a hacer “más ancha Castilla”. De vez en cuanto campos de girasoles con el sol a sus espaldas, ponían otro amarillo y el verde en el paisaje. Cultivos diferentes, modernos, que el agricultor que los había plantado defendería a capa y espada en lugar del trigo de toda la vida.
Casi todos los pueblos que pasaban delante de sus ojos tenían estructuras como la casa que pintaría un niño, pero alargadas, bajas y descoloridas, con sus ventanas y su depósito de pienso en un extremo para fabricar pollos, una parte importante de la alimentación del mundo. No sabía nada de este negocio, tendría que investigar, pero ahora no estaba de humor para preguntarle a Google. Al reconocer estas estructuras deshabitadas, Juan se acuerda de la película que vio hace poco en el cine fórum de antiguos alumnos del colegio, “Soilent Green”, y de cómo, según la ciencia ficción, el futuro inventaría algo para alimentar la humanidad con la propia humanidad (un alimento fabricado con cadáveres), ¡las vacas locas, vamos! Desde la edad Media los pueblos de Castilla cada día eran más pequeños, pero ahí estaban.
Juan se sorprendió mirando el estuche de arriba, con su violín dentro, y recordaba el día que su madre le llevó al conservatorio en Valladolid. Sintió el orgullo que veía en su cara cuando en todas las reuniones familiares él cogía su violín y empezaba a sacar música.
Su sueldo como músico titular de la orquesta no era muy grande, pero no se quejaba, las cosas estaban muy difíciles y era un afortunado. No cultivaba nada, no trabajaba produciendo nada pero hoy en día se podía vivir de la música. No era como el fútbol, pero pronto podría formar una familia. Una parte de los habitantes del mundo eran como él y no necesitaban hacer nada productivo para ganarse la vida.
En Madrid lo esperaba alguien con un letrero con su nombre. Tras los saludos exentos de simpatía, quien lo llevaba era un profesional, subieron a una furgoneta y el chofer se subió después de cerrar la puerta pata llevarlo al auditorio.
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