Estábamos Patricia, su amiga, Pablo el rata, Rafa, yo, y una caja en el suelo. El objeto de la reunión era traspasar el piso, propiedad de Pablo, en el que habíamos vivido los últimos 8 años. Rafa y yo estábamos inquietos, habíamos roto la mesa de cristal, y no sabíamos si Pablo la echaría de menos. Pablo perseguía no perder ni una peseta haciendo el cambio sin perder un día de alquiler y estaba bastante seguro de que Patricia y su amiga se iban a quedar el piso. Después de los protocolarios apretones de mano, las presentaciones y comprobar que el piso estaba, al menos, “decente”, y Pablo cerró el trato.
Y entonces ocurrió, una época tan importante de mi vida merecía terminar de una forma que no desmereciera, así que, si me perdonan las mujeres, Patricia se agachó a recoger la caja, muchas veces en mi cabeza, como si fuera un títere articulado con un muelle en el estómago, mientras dos grandes pechos sobresalían de su escote.
Yo tenía 18 años cuando me fui de mi casa. Seguro que fue por egoísmo o por aquellos ojos azules que nunca podría tener si no hacía nada anormal. Nunca había sido un estudiante excepcional y me marché bien lejos para estudiar una carrera de las más difíciles. Mi padre era un firme defensor de dejar que la gente se equivocara así que no solamente no puso ninguna pega, sino que hizo lo que estuvo en su mano para ayudarme. Yo sabía que iba a hacer un esfuerzo por mantenerme, conocía la parte económica del asunto. Mi madre se limitó a esconder su tristeza y a desearme suerte cuando me dejaron en el Colegio Mayor.
La vida en un Colegio Mayor es lo más parecido al paraíso que se puede describir. Conoces a gente, muchas novedades, puedes hacer deporte, puedes estudiar o no, es como vivir en un hotel pero rodeado de opciones inventadas por algún compañero que la situación y la edad hacen buenas. Además, casi al final, conocí a una chica que llenó mi vida durante unos años.
Un día mi padre me vino a buscar para volver a casa. No me imagino lo que tuvo que pasar por su cabeza para acabar reconociendo que no me podía mantener económicamente, y supongo que se ponía como explicación que yo no había podido aprobar ningún curso de mi carrera. Animado por mi juventud de entonces, tomé una decisión, seguro que otra vez equivocada, que él no discutió: yo iba a seguir, ahora por mis propios medios. El caso es que se volvió sólo.
Así que sumé pagar mi comida y el alquiler de una habitación a mis obligaciones y, ayudado por mi novia, conseguí pasar de segundo, incluso aprobar alguna asignatura de cuarto. Supongo que en esa época aprendí que la necesidad genera entusiasmo.
Tenía 23 años y un septiembre soleado volvía de la escuela y cerré el acuerdo de mi habitación para los siguientes años. Como en todas las decisiones que he tomado en mi vida no fue producto de la reflexión y el análisis, sino por impulsos. Lo bueno fue que quien me lo propuso era el rey de las personas impulsivas y, quiero creer que él tampoco se equivocó.
Hoy en día, casi cuarenta años después, me siento emocionado antes de verle y cuando le veo, igual que con los amigos con los que compartí aquel piso, que me formaron, ayudaron y soportaron. Si algo puedo dejar en este mundo es la importancia que tiene la amistad y que aquellos años me demostraron.
Tal vez, todos teníamos una forma similar de pensar; compartíamos el optimismo de que, por fin, alguien estaba cambiando España; o que no tratábamos temas que podían ser espinosos; o que lo pasábamos bien; o que la necesidad que todos teníamos nos dio alas,...
Nunca hubo una lista de obligaciones y deberes, siempre que había que hacer algo uno o más de uno lo hacía; si había que hacer una rica comida todos competíamos para hacerla. Después he leído algo acerca del anarquismo racional de Tomas Jefferson que se le puede parecer.
Si me pongo a recordar, encuentro cosas que a mi me molestaban, pero no recuerdo haberlas dicho y, curiosamente, dejaban de pasar o dejaban de molestarme. En todos los años que estuve allí y hasta hoy nunca ha habido una bronca entre nosotros, ni una palabra más alta.
Ángel era el “conseguidor” de contactos. Por su capacidad para relacionarse con cualquiera daba la impresión de que un día aparecería hablando con un hipopótamo en la puerta de casa. Pedro era el catalizador. Nunca hacía nada pero siempre lo hacía todo. Rafa era el responsable, si algo que se tenía que hacer y se alargaba, él lo hacía. Si de repente le freidora estaba negra “el responsable” de Rafa la limpiaba. Joaquin estudiaba arquitectura. Él incrementó nuestro conocimiento de las pérgolas. Y tenía coche. ¿A que no hay huevos de ir a desayunar a San Sebastián? Éramos jóvenes y tuvimos suerte.
Pasó mucha gente por aquel piso. La única obligación era mantenerlo siempre ocupado. Toda la gente que pasó asumía la misma forma de portarse. El hermano de Ángel dormía allí cuando hizo la mili. Había un Pedro que venía un día a la semana, estaba aprendiendo inglés. Cuando Pedro Taboada llegó, dormía en al central atómica, estábamos Pedro, Pedrito, Kepa y Pera. Pibe también durmió en ese cuarto, sus conversaciones de teléfono eran siempre de record para arriba. Incluso hay gente que conocí después que había pasado antes, Harald, por ejemplo, de quien heredé la habitación.
¿Que cómo llenábamos nuestro tiempo? El barrio de Moncloa estaba muy animado entonces. Todos los viernes la peregrinación por diferentes bares era obligada, el atómico, cacabelos, la alemana,... con y sin cena. Cambiaron las costumbres de un catalán que no bebía ni iba a más de un bar por noche. El matrimonio que entonces vivía en el sótano, haciendo de porteros, eran enanos, Angel estableció una relación con ellos. Las vecinas del piso de abajo también eran estudiantes, jóvenes y de muy buen ver, jamas intentamos nada con ellas.¡Qué bonita es España, Antolín! cantaba la voz del locutor de la Vuelta Ciclista que Joaquin recogía en un cartel cada año más complicado con el que ganábamos o perdíamos. La veíamos en una tele que funcionaba con el mando de golpes. El alcohol, cada uno era un mundo, generó algunos episodios curiosos.
Me pasaron muchas cosas durante esa época. Me dejó mi novia, gané otra y también me dejó. El abuelo me regaló su coche y lo rompí. Querían que hiciera la mili en Marina, pero peleé la injusticia, era más tiempo, hice la mili de Sargento y me fui lo más lejos que pude, conocí Menorca. Empecé a trabajar, no dando clases sino en una empresa de verdad.
Nos vemos casi todos, por lo menos, una vez a año. Quedamos un viernes a cenar en cualquier sitio de España. Siempre contamos la mismas historias. Cenamos el sábado, la cena del piso. Ya hay documentadas más de treinta y cinco. Volvemos el domingo, con una amistad recuperada año tras año, fue inolvidable.
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