Mi
madre me compró dos pares de zapatos ese año. En Semana
Santa me dejaron ir a una procesión. Todavía puedo oler la cera y oír el
murmullo, casi silencio, de las dos filas de gente con su cirio encendido, el
dolor que sentía cuando una gota de cera me caía en una mano. Me imaginaba lo
difícil que era portarse como una persona mayor, aunque ya me dejaban ver la
tele por las noches.
Pasábamos
las vacaciones en un caserón con un jardín y un huerto enorme que lindaba con
la calle principal de un pueblo pequeño. Por las mañanas las
campanas del campanario cantaban los cuatro cuartos y las ocho campanadas de la
hora entera. Era la señal esperada para levantarnos y abrir las contra ventanas
azul celeste.
Un
carro tirado por un caballo cansado se oía por la ventana. Sus cascos golpeaban
rítmicamente el suelo empedrado, las ruedas traqueteaban, mientras el eje del
carro chirriaba soportando al carretero que animaba al caballo cada cierto
tiempo. Llevaba varios capazos con verduras recogidas esa mañana de su huerto:
pimientos, puerros manchados de arcilla roja, y relucientes cebollas blancas.
Manojos de rábanos y zanahorias verdes, violetas y naranjas
colgaban del carro.
El
pueblo estaba cerca de uno mucho más grande. El invierno había sido duro ese
año y se había llevado un puente de la carretera asfaltada que los unía, en verano
todavía estaba en reparación. Unos autobuses blancos y azules cubrían el
trayecto, ese verano gratis, desviándose por unos caseríos desconocidos y
solitarios para evitar el puente.
No
recuerdo porqué, pero un día subí al autobús y por los
polvorientos caminos que recorría, se subió un
grupo de niñas. Una de ellas tenía unas coletas pelirrojas. Sus
ojos eran grandes, verdes y brillantes. Casi tapaban su cara llena de pecas.
Muchas
veces cogí ese autobús, a la misma hora, muchas veces ella y
yo cruzamos nuestras miradas cuando se subía. Me conformaba con el viaje, con
mirarla. Bajaba del autobús, daba una vuelta para disimular, no sé ante quien, y
regresaba para coger el siguiente de vuelta.
A
veces llevaba coletas, otras veces el pelo suelto, siempre el mismo gesto con
las manos al sentarse en el autobús para poner el pelo detrás del asiento.
Reconocía su voz de entre la cháchara de las niñas. Pantalones cortos o
bermudas, camisetas de colores.
Un día decidí seguir a las niñas al bajar del autobús.
Tenía
un miedo cerval, o mucha vergüenza de ser descubierto, pero emulando las
películas de la tele, las seguí hasta la rambla sin levantar sospechas,
esperando en las esquinas. Las vi entrar en un portal que decía: "Academia
Gómez. Taller de bordados".
Siempre
esperé que ella me dirigiera la palabra.
Íbamos
a bañarnos
carretera arriba a un remanso del río con una cascada. El agua estaba helada a
la sombra de enormes rocas. Los niños mayores se subían a las rocas y se
tiraban al remanso por la cascada, como un tobogán. Mis padres nos asustaban
asegurando que había unos "chupadores" que se tragaban a la gente si
se sumergía en el remanso. A menudo tenía pesadillas con esto, atrapado en el
fondo.
En
el mismo lugar del remanso había unas fuentes, como 25, cada una a una altura
creciente. Cada año era una ceremonia obligada, cuando llegábamos, ver cuánto
habíamos crecido según la fuente de la que nos tocaba beber.
Yo ya podía beber de la más alta.
Teníamos
el baile del ‘confeti’, en el casino del pueblo, tirando bolas de papel, como
si fueran granadas, rompiéndolas con la boca, antes de tirarlas. Estaban
rellenas de trozos de papel de colores. Era el acontecimiento del verano, y yo
estaba seguro de que mi pelirroja iría. Me pasé la tarde/noche
buscándola, mirando la puerta, pero solo me encontré evitando las bolas
sin morder, lanzadas por los del pueblo, que descargaban su odio con los
veraneantes, entre risas.
El
verano acabó y al verano siguiente el puente ya estaba arreglado. Me cambiaron
de cuarto. Ahora dormía solo al lado de mis padres, al otro lado de la casa.
Cuando oía las nueve campanadas, me gustaba abrir ventanas y contraventanas y
pasar un buen rato mirando desde la cama el cielo, las nubes y las montañas
lejanas, antes de desayunar.
Con
la paga de mi semana, un día cogí el
autobús, a la misma hora de siempre pero ella no apareció. Me fui a la
academia. Pero en su lugar me encontré con un bar, "El
encuentro".
Ese
año no fui al baile del confeti, ya no podía soportar a los del
pueblo. A ella nunca más volví a verla.
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