Estar solo en un Resort caribeño fuera de temporada, te hace sentir todavía más solo. Ahora es, teóricamente, temporada de huracanes y los americanos no vienen por aquí. El tiempo es caluroso y la presión se siente por el calor húmedo y la falta de gente a la que observar.
Como no hay otra solución, la vista se fija en cosas, estáticas, o como si lo fueran. Por ejemplo ese ventilador de techo que gira desesperadamente para provocar un poco de corriente de aire, y es desesperado, porque la luz que cuelga debajo de las aspas que giran se tambalea de un lado para el otro.
O, por ejemplo, en la música brasileña de fondo que está presente en cualquier lugar supuestamente romántico, o en la bachata, especie de ritmo de salsa de Dominicana, en cualquier otro lugar que, en temporada, estará animado y repleto de gente.
Ayer, cenando en un romántico restaurante, solo, en una paya lista para capturar una postal ejemplar del Caribe, las luces iluminan la transparencia del agua, reflejando el fondo como para querer mostrar que las aguas son transparentes, mientras que una línea de espuma blanca señala una cadena de rocas 200 metros mar adentro, antes de la oscuridad.
Todas las mesas vacías, inmaculadamente blancas, tienen un candil encendido. En momentos como este entiendo la competencia: conseguir la mejor mesa del restaurante, pero sin nadie que te la discuta, no te da ninguna satisfacción.
Curiosa la historia de esos insectos que vuelan sin descanso alrededor de los focos. Supongo que la distancia es la mínima para no quemarse. Es como el riesgo o el amor, se acercan lo más posible, se separan, descansan, mantienen la distancia hasta que, inexorablemente, se queman en el foco. Otro toma su lugar, el foco, objeto de deseo, siempre rodeado de amantes.
El armazón del techo de donde he cenado hoy es de madera, y la cubierta de hojas de palmera. Se ve el trabajo, que debió de ser largo, para trenzar las hojas a la armadura. Me pregunto que pasaría si un huracán azotara la isla, porque ese techo debe de ser tan laborioso de construir como fácil de desmontar por una naturaleza enfurecida.
Al bajar del carro de golf, aquí te dan uno nada más entrar para poderse mover por el hotel, un cangrejo ermitaño se movía por el camino con su casa a cuestas, más grande que él, del que solo se veían las patas corriendo frenético para huir de mi sombra, enemigo potencial para él, que no tiene per sé ningún peligro.
Los focos, por la noche, iluminan el verde, escondidos. Hojas grandes y redondas, hojas finas, arena blanca. Tumbonas que, de día, deben de ser imprescindibles para leer y tomar una piña colada, el sabor que, para mí tiene el calor y la humedad. Un bote suspendido a escasa distancia del fondo, supongo que para pasear en lugar de leer.
El Resort es todo lujo. Si el lujo se mide en lo que se cobra por todo y en lo que no se regala, este es de súper lujo. Aparte del hotel, Casa de Campo es un conjunto de villas de lujo que compiten en su ostentación disimulada.
El golf es una especie de bálsamo para hacer transcurrir el tiempo más rápidamente. Te concentras en la bola, en el campo e intentas que el juego sea un pasatiempo a medias entre el paseo, cansado, contemplar el paisaje, fantástico, y,… la conversación.
Rolando es un negro muy oscuro y muy grande, el caddy que intenta no aburrirse contemplando lo mal que juego al golf, e intentando imaginar cómo puede hacerlo para sacarme algo de dinero que ayude a mantener a su familia. Es toda la conversación que puedes encontrar detrás de esa idílica postal, si no es temporada.
El paisaje es verde, húmedo y caluroso...
viernes, 18 de septiembre de 2009
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