domingo, 26 de abril de 2020

El banco


Todas las noches le esperaba sentada. No me acuerdo exactamente cuándo le conocí. Hacía calor y yo había huido de un sueño insoportable y húmedo en mi cama una noche de verano. Me puse unas puchas, agarré algo del colgador de la entrada y bajé a la calle. Noté los adoquines en mis pies mientras cruzaba y me iba hacia la luz de una farola pintada de negro que iluminaba el banco. Era de madera de los que instala el ayuntamiento, me senté. 

Jorge llegó algo después. No tuve miedo a pesar de la oscuridad fuera de la luz de la farola, ni porque era de madrugada, ni por la quietud de la noche.No me dijo nada, salvo saludarme con un sonido que nunca entendí.  Hizo exactamente lo mismo los siguientes días. 

Metía su mano en el bolsillo izquierdo, sacaba una cajetilla de tabaco, siempre con un solo cigarrillo, y lo encendía con un mechero plateado que sacaba del bolsillo derecho. Cuando acababa de fumar estaba un rato doblando el papel de la cajetilla de tabaco, ahora la mitad, luego otra vez y así hasta que conseguía que ya no pareciera un paquete. Cuando terminaba su ceremonia de los dobleces se metía aquel trozo de papel doblado en el bolsillo de la camisa y se despedía con el mismo sonido que anunciaba su llegada al banco. 

Esto lo hizo igual, sin decirme nada, bajo la luz de aquella farola durante más de una semana y supongo que hubiera seguido igual si no hubiese sido porque un día yo le saludé.

— Buenas noches, ¿hace calor verdad?, menos mal que aquí corre algo de brisa, en casa es insoportable.
— Si.
— He bajado porque no podía dormir. Hemos estado juntos en este banco más noches, no sé si lo ha notado.
— Claro.
— ¿No le gusta fumar en casa?
— No, por el olor.
— ¿Baja a fumar? ¿que hace con los papelitos doblados de su bolsillo?

Se volvió hacia mi, y pude ver su cara de sorpresa a la luz de la farola ante mi pregunta y cómo buscaba una respuesta que sonara a verdad. Yo solo le había preguntado por cortesía.

— Los guardo en un frasco de cristal.

Cuando por las mañanas me miro al espejo siempre siento una sensación de orgullo. Han pasado los años, pero no tantos. Me siento mirada por la calle camino de la notaría. Por la noche, por el calor o porque en el perchero de la salida de mi casa solamente encontré esto, llevaba un pijama y ese jersey fino de entretiempo que compré en las pasadas rebajas. Debía estar mejor incluso que camino de la notaría, por la mañana y tenía derecho a sentirme mirada.

Pero no parecía haber nada capaz de distraer a mi personaje de su rutina, encendía su cigarrillo. Al terminar de fumar empezaba a doblar concentrado la cajetilla, ora a la izquierda, ahora a la derecha, otra vez a la izquierda, ...  metía el resultado en el bolsillo izquierdo de su camisa y se iba.

— Adiós, me decía siempre, aunque sólo fuera para cerrar el paréntesis que había abierto al llegar. Entonces siempre decía, Buenas noches.

Cada mañana sonaba el despertador, me miraba unos segundos delante del espejo e iba a trabajar a la notaría. A partir de aquella noche, interrumpía mi sueño hiciera calor o no para sentarme en aquel banco de madera en donde cada día veía la misma escena.

Un día me atreví a hablar.

— Yo me llamo Laura, como está usted, tendiéndole la mano.
— Yo me llamo Jorge.

Había averiguado su nombre, ahora se lo podría poner cuando me preguntaran en la notaría. A partir de la siguiente noche el saludo cambió un poco, pero era siempre igual.

— Buenas noches, Laura.
— Hola Jorge, ¿como le va?

Otra noche le dije varias palabras, y me arrepentí inmediatamente.

— ¿Sabe qué hará cuando se llene su frasco de cristal?, intentando despertar su interés.
— ¡Oh el tarro! sí, lo tengo pensado.
— ¿Y se puede saber?, insistí.
— Me temo que solo me importe a mi.

Su respuesta me puso en guardia. No quería parecer impertinente, Jorge era la única persona con quien hablaba, además de mis compañeras de la notaría. Me olvidé del frasco de cristal. Y seguí bajando todas las noches, a pesar de que durante unos meses dejó de hacer calor.

— Buenas noches, Laura.
— Hola Jorge, ¿como le va?

Hacía poco que le había preguntado por el tarro de cristal, su respuesta fue básicamente que no me importaba nada. Pero al cabo de unos días me habló.

— No sé si el otro día estuve un poco grosero con usted, me dijo, – Sí se que pasará cuando se llene mi frasco de cristal.

Estaba desentrenada, no le pedí enseguida que me lo contara  y perdí mi oportunidad de enterarme. Estuve como una colegiala y me limité a contestarle educadamente:

— No se preocupe, le dije, mientras le miraba al fumar y luego presenciaba la escena del doblado. 

Jorge no dijo ni una palabra más aparte del “Adiós, Laura”, de costumbre.

Volví a casa dando un portazo, estaba enfadada conmigo. Al cabo de un rato lo tenía más claro, le volvería a preguntar. 

A la mañana siguiente, el espejo me devolvió una imagen un poco menos suave que la habitual. Las compañeras de la notaría también se dieron cuenta y apenas hablaron conmigo. Se mantuvieron a una distancia prudencial.

— Buenas noches, Laura.
— Hola Jorge, ¿como le va?

Me desabrochaba el botón de más arriba de mi pijama, pero no había sido capaz de sorprender ninguna mirada suya. Sí, me sentía ofendida, pero no le dije nada. Me daba miedo explicarle que intentaba ser educada y hablar con él. Al mismo tiempo mi espejo me decía cada mañana que él sí estaba siendo grosero conmigo todas las noches desde el mismo día que le conocí, porque ni me miraba.

La escena volvía a ser la misma de siempre.

— Buenas noches, Laura   
— Hola Jorge, ¿como le va?

Banco, cigarrillo, cajetilla.

— Adiós, Laura.

Y una noche desplegué mi táctica y le pregunté.

— Me dijo que su secreto era lo que iba a hacer cuando llenara el frasco de cristal. Tal vez pudiera compartirlo conmigo.
— Cuando se llene el frasco de cristal ya habré terminado. Buscaré otro sitio en donde vivir. Es probable que encuentre un lugar en donde haga frío en invierno, un lugar en donde pueda dejar de fumar. 

La luz de aquella farola, el aire húmedo que no era caluroso de noche, el contacto frío de las barras de madera de aquel banco y Jorge doblando su cajetilla de tabaco. La luz de la farola ocultaba cualquier cosa que no fuéramos, nosotros y el trozo de suelo iluminado.

Recuerdo que a lo largo de todas aquellas noches solamente un coche perdido atravesó por la calle. Jorge apenas se fijó en él, y yo doblé la cabeza para ver sus dos faros relucientes, su ruido del motor y sobre los adoquines. Pasó enseguida, se conoce que mi calle no es muy transitada.

Después de que Jorge hubiera hecho el alarde de hacerme una confidencia: lo que haría al rellenar su frasco, no dudé que se marcharía al llenar el frasco.  Así que a partir de entonces intentaba averiguar era cómo de lleno estaba el frasco, y cuanto tardaría en encontrarme el banco vacío una noche. Los encuentros de por la noche se habían convertido en algo tan importante o más que mi trabajo en la notaría.

— Buenas noches, Laura.
— Hola Jorge, ¿como le va?

Banco, cigarrillo, cajetilla.

— Adiós, Laura.

— Buenas noches, Laura.
— Hola Jorge, ¿como le va?

Banco, cigarrillo, cajetilla.

— Adiós, Laura.

Una noche especialmente oscura, Jorge no bajó. Me parecía que bajo la luz de aquella farola yo estaba sola. Me pregunté si siempre lo había estado. Supe que no iba ver más a Jorge.

Mi vida cambió por completo. Por las noches tenía la opción de bajar o no hasta aquel banco, también se me ocurrió que podía fumar, o no hacerlo e incluso pensé que podía ir a la notaría por las mañanas o no.

Empecé a fumar, aunque apestaba. Todos los días al subir del banco, metía la cajetilla que había doblado todo lo que podía y la metía en un recipiente de cristal. Cuando estuviera lleno, me despediría de la notaría, y buscaría otro lugar en donde vivir.

Una noche se sentó conmigo en el banco otra mujer. Bajaba todas las noches. Recuerdo vagamente sus preguntas y recuerdo, no sé porqué, que le expliqué la existencia la de mi frasco de cristal. Me acuerdo que su pregunta me pareció impertinente.

   ¿Y qué hará cuando el frasco esté lleno?

Un día el frasco se llenó, metí todas mis cosas en la maleta, asombrándome con lo pequeña que era la cantidad que había necesitado a lo largo de mi vida. Pagué el apartamento, pedí el finiquito en la notaría. 


Me marché sin saber todavía a donde iría ni que haría con mi vida.

domingo, 8 de septiembre de 2019

La playa

Aquellos tres años ocurrió algo que ha influido de manera importante en mi vida.

Yo iba a pie. Era muy pequeño y pasábamos el verano en el piso de debajo de mis tíos en la parte de arriba del pueblo. Un piso enorme. Me recuerdo a mí mismo poniendo etiquetas de precio en el súper mercado de mi tío. 

La playa estaba como a kilometro y medio de casa. En el punto medio lo atravesaba la carretera nacional y la vía del tren. Mi madre ponía gran pericia en atravesarlas con nosotros y los aperos del baño. A la carrera la carretera cuando no venía nadie, y con muchísimo cuidado y miedo las vías del tren. La playa era enorme y se acababa en unas rocas a la derecha de  donde íbamos. Recuerdo el paseo y la acera por donde caminábamos, que en el pueblo eran pisos y después de la vía casas con jardines frescos.   

Una cadena de rocas corría como a 100 metros paralela a la playa. Un bloque de hormigón con una estructura de metal oxidado encima la interrumpía. Mi padre me hizo olvidar mis miedos para llegar allá con él y con alguno de mis hermanos. Subidos al bloque de hormigón, secándonos, podíamos ver los barcos de pesca sobre la arena caliente y clara, azul y rojo, subidos en maderos. En la arena parecía imposible soportar el calor. En el bloque de hormigón el agua fresca del mar resbalaba sobre la piel.

He ido muchas veces a aquel lugar, acompañado y solo. He visto cómo los pescadores subían las pesadas barcas estirándolas con un cable de acero que salía de un edificio en la calle, quitando rápidamente los maderos más cercanos al agua y poniéndolos en la parte de arriba de la playa para que se apoyara el barco. Comí muchas veces guisos de pescadores acompañado y sólo, en una de la terrazas arriba de la playa. 

Nunca supe para que servía la estructura que cada año estaba más rota por el castigo del mar en invierno. Se convirtió en un ritual nadar hasta allá para estrenar el verano. 

El pueblo tenia dos partes muy diferenciadas: el pueblo y la marina (“a baix a mar”). Ya he contado que estaban separados por la carretera nacional y el tren. Un día construyeron una carretera con un puente encima del tren y la carretera. Lo atravesabas y luego seguías una carretera paralela a las vías que recorrí en bicicleta muchas veces. El destino final era la marina. Allá la playa era preciosa, estaba la estructura a la que me llevó mi padre. A medio camino estaba el club marítimo en donde íbamos a la playa.

La moto alteró un poco mi circulación. Si en lugar de ir “a baix a mar” seguías recto después del puente, podías encontrar una discoteca, una  pista de tenis y muchas cosas más. A ella la encontré allí y fue un imán que me obligaba a ir hasta que decidí irme de casa de mis padres. 

Los veranos en ese pueblo fueron como los de cualquier adolescente feliz en la playa, un periodo de meses separados por la rutina del colegio, plagados de buen tiempo, lugares, guitarras, excursiones al pueblo de al lado, de baños y de juegos de palas.

Me viene a la cabeza un letrero pintado en una pared que decía: “Prohibido jugar”. Al horror de mis firmes creencias de adolescente también había algo que afectaba a mi subconsciente: estaba escrito en una pared de los apartamentos en donde ella vivía.

Muchos amigos de entonces no han sobrevivido a mi vida: el jardín de la casa en donde pasamos muchos ratos; los restaurantes de la marina que cada día creíamos descubrir y en los que no entrábamos nunca; aquella casa a la entrada del club marítimo que hacía de resistencia a los bloques de apartamentos que empezaban a proliferar; el bosque de pinos pegado a la playa; el baseball al que a veces jugábamos en la playa, aquel garaje en donde escuchábamos música; aquella cinta que me regaló ella y que mis padres aborrecieron de tanto oírla; aquel amigo de la moto potente que parecía increíble que no estuviera interesado en ella. Mi adolescencia pasó muy feliz en aquel pueblo. Llegué a ir hasta en bicicleta desde Barcelona, casi 100 km.

Pero claro, había otro universo y era el del mundo real no tan bonito. Solo alguna vez durante esos tres años mi padre pudo alquilar una casa en el pueblo. La mayor parte de las veces me acogían otros tíos míos que tenían una casa en “baix a mar”. Era pequeña por lo que yo no cabía y dormía en una casa de al lado que estaba deshabitada. En el salón había un somier con un colchón en donde dormía. Mis tíos me daban de comer, me dejaban ir al lavabo y bromeaban conmigo acerca de la razón de que fuera tan a menudo al pueblo.

El club marítimo en la playa era una estructura en donde había una terraza con un bar. Encima de la arena inclinada hacia el mar había muchas barcas, casi todas de vela. El más rápido era un catamarán de madera, no tenía timón, y se manejaba con el peso de una persona y el viento. Su hermano tenía uno y disfrute de la espuma, del mar y de las suaves olas del Mediterráneo.

Las partidas de palas en la arena con ella eran una especie de anticipación del “me too”. Ella lo hacía muy bien y yo estaba en forma entonces. El sol y el agua con la palas eran un universo que se auto justificaba.

La discoteca fue el origen de muchas frustraciones, esas cosas que hacen que surja algo que es que es amor o ilusión. ¿Porqué habla con ese si yo estoy aquí solo? ¿Porque no baila conmigo si yo lo hago fenomenal?¡Fíjate esos! ¡Está oscuro! Entonces recuerdo que yo mismo no me daba apenas oportunidades con elle.  Ahora con un poco de experiencia creo que sí las tuve.

Jugaba con ella al tenis, me sentía recibido cuando llegaba cada verano. Un día me dio de comer en su casa, no estaban sus padres. Otro día le explicaba en el bar de las rocas, que me había marchado de Barcelona, que hacía teatro. Otro día se montó una fiesta en una casa en otro pueblo. Yo ya había ido en 600cientos. Las llevé a ella y su amiga. Hasta entonces no supe lo guapa que se podía poner una mujer aunque lo fuera.

Una noche estrellada fuimos en moto a la discoteca de un pueblo de al lado. Sus ojos no eran azules, sino de un color como violeta en lugar del color que guardaba en mi sub consciente: el cielo de por la mañana temprano. Veía su silueta que también recordaba de cuando lucía el sol. El mar acariciaba las rocas, reflejando la luna en el blanco de la espuma. La discoteca de moda ponía la música de fondo y arrojaba luces verdes, violetas y rojas, desde el hueco en la roca en la que estaba. El firmamento era negro, negrísimo, pero lleno de estrellas que temblaban de miedo por estar en donde estaban, supongo. El mar y la noche se juntaban en el horizonte especialmente nítido. No hacía frio, era verano. 

Mirábamos la hermosa noche cuando un cometa recorrió la oscuridad durante unos segundos. La explicación que me pidió no era la que le ofrecí, yo sabía porqué había pasado, y quedaba a años luz de la que ella esperaba, yo era joven. La luna proyectaba una penumbra que me permitía ver su figura y sus ojos de hada.

Por la mañana había decidido irme a buscar las estrellas para regalárselas. Estuve en su boda en Pamplona. Bailé con ella.


Plaza de Oriente

Un acordeón suena en la calle apoyado en el teatro real, mientras alguien de pie lo escucha formando un pequeño corro. Un barbudo está sentado en los jardines hablando con su teléfono que le ilumina la cara. Unos turistas más bien gordos llevan una camiseta de football cuyos colores delatan que son turistas, o tal vez lo son porque parecen felices. Unos amigos pasean entre risas. Una pareja mira atentamente algo que se me escapa. El bullicio de la plaza viene de la gente sentada en mesas rojas y blancas. Un grupo de ingleses celebran el Brexit en una esquina, grandes voces, inconfundible acento. La Luz ya es oscura a esta hora y la temperatura es todavía un regalo. Las farolas iluminan la escena. La plaza de Oriente de Madrid, septiembre.

domingo, 1 de septiembre de 2019

Allá

Aquellos tres años ocurrió algo que ha influido de manera importante en mi vida.

Yo iba a pie. Era muy pequeño y pasábamos el verano en el piso de debajo de mis tíos en la parte de arriba del pueblo. Un piso enorme. Me recuerdo a mí mismo poniendo etiquetas en el súper mercado de mi tío. 

La playa estaba como a kilometro y medio de casa. En el punto medio lo atravesaba la carretera nacional y la vía del tren. Mi madre ponía gran pericia en atravesarlas con nosotros y los aperos del baño. A la carrera la carretera cuando no venía nadie, y con muchísimo cuidado y miedo las vías del tren. La playa era enorme y se acababa en unas rocas a la derecha de  donde íbamos. Recuerdo el paseo y la acera por donde caminábamos, que en el pueblo eran pisos y después de la vía casas con jardines frescos.   

Una cadena de rocas corría como a 100 metros paralela a la playa. Un bloque de hormigón con una estructura de metal oxidado encima la interrumpía. Mi padre me hizo olvidar mis miedos para llegar allá con él y con alguno de mis hermanos. Subidos al bloque de hormigón, secándonos, podíamos ver los barcos de pesca sobre la arena caliente y clara, azul y rojo, subidos en maderos. En la arena parecía imposible soportar el calor. En el bloque de hormigón el agua fresca del mar resbalaba sobre la piel.

He ido muchas veces a aquel lugar, acompañado y solo. He visto cómo los pescadores subían las pesadas barcas estirándolas con un cable de acero que salía de un edificio en la calle, quitando rápidamente los maderos más cercanos al agua y poniéndolos en la parte de arriba de la playa para que se apoyara el barco. Comí muchas veces guisos de pescadores acompañado y sólo, en una de la terrazas arriba de la playa. 

Nunca supe para que servía la estructura que cada año estaba más rota por el castigo del mar en invierno. Se convirtió en un ritual nadar hasta allá para estrenar el verano. 

El pueblo tenia dos partes muy diferenciadas: el pueblo y la marina (“a baix a mar”). Ya he contado que estaban separados por la carretera nacional y el tren. Un día construyeron una carretera con un puente encima del tren y la carretera. Lo atravesabas y luego seguías una carretera paralela a las vías que recorrí en bicicleta muchas veces. El destino final era la marina. Allá la playa era preciosa, estaba la estructura a la que me llevó mi padre. A medio camino estaba el club marítimo en donde íbamos a la playa.

La moto alteró un poco mi circulación. Si en lugar de ir “a baix a mar” seguías recto después del puente, podías encontrar una discoteca, una  pista de tenis y muchas cosas más. A ella la encontré allí y fue un imán que me obligaba a ir hasta que decidí irme de casa de mis padres. 

Los veranos en ese pueblo fueron como los de cualquier adolescente feliz en la playa, un periodo de meses separados por la rutina del colegio, plagados de buen tiempo, lugares, guitarras, excursiones al pueblo de al lado, de baños y de juegos de palas.

Me viene a la cabeza un letrero pintado en una pared que decía: “Prohibido jugar”. Al horror de mis firmes creencias de adolescente también había algo que afectaba a mi subconsciente: estaba escrito en una pared de los apartamentos en donde ella vivía.

Muchos amigos de entonces no han sobrevivido a mi vida: el jardín de la casa en donde pasamos muchos ratos; los restaurantes de la marina que cada día creíamos descubrir y en los que no entrábamos nunca; aquella casa a la entrada del club marítimo que hacía de resistencia a los bloques de apartamentos que empezaban a proliferar; el bosque de pinos pegado a la playa; el baseball al que a veces jugábamos en la playa, aquel garaje en donde escuchábamos música; aquella cinta que me regaló ella y que mis padres aborrecieron de tanto oírla; aquel amigo de la moto potente que parecía increíble que no estuviera interesado en ella. Mi adolescencia pasó muy feliz en aquel pueblo. Llegué a ir hasta en bicicleta desde Barcelona, casi 100 km.

Pero claro, había otro universo y era el del mundo real no tan bonito. Solo alguna vez durante esos tres años mi padre pudo alquilar una casa en el pueblo. La mayor parte de las veces me acogían otros tíos míos que tenían una casa en “baix a mar”. Era pequeña por lo que yo no cabía y dormía en una casa de al lado que estaba deshabitada. En el salón había un somier con un colchón en donde dormía. Mis tíos me daban de comer, me dejaban ir al lavabo y bromeaban conmigo acerca de la razón de que fuera tan a menudo al pueblo.

El club marítimo en la playa era una estructura en donde había una terraza con un bar. Encima de la arena inclinada hacia el mar había muchas barcas, casi todas de vela. El más rápido era un catamarán de madera, no tenía timón, y se manejaba con el peso de una persona y el viento. Su hermano tenía uno y disfrute de la espuma, del mar y de las suaves olas del Mediterráneo.

Las partidas de palas en la arena con ella eran una especie de anticipación del “me too”. Ella lo hacía muy bien y yo estaba en forma entonces. El sol y el agua con la palas eran un universo que se auto justificaba.

La discoteca fue el origen de muchas frustraciones, esas cosas que hacen que surja algo que es que es amor o ilusión. ¿Porqué habla con ese si yo estoy aquí solo? ¿Porque no baila conmigo si yo lo hago fenomenal?¡Fíjate esos! ¡Está oscuro! Entonces recuerdo que yo mismo no me daba apenas oportunidades con elle.  Ahora con un poco de experiencia creo que sí las tuve.

Jugaba con ella al tenis, me sentía recibido cuando llegaba cada verano. Un día me dio de comer en su casa, no estaban sus padres. Otro día le explicaba en el bar de las rocas, que me había marchado de Barcelona, que hacía teatro. Otro día se montó una fiesta en una casa en otro pueblo. Yo ya había ido en 600cientos. Las llevé a ella y su amiga. Hasta entonces no supe lo guapa que se podía poner una mujer aunque lo fuera.

Una noche estrellada fuimos en moto a la discoteca de un pueblo de al lado. Sus ojos no eran azules, sino de un color como violeta en lugar del color que guardaba en mi sub consciente: el cielo de por la mañana temprano. Veía su silueta que también recordaba de cuando lucía el sol. El mar acariciaba las rocas, reflejando la luna en el blanco de la espuma. La discoteca de moda ponía la música de fondo y arrojaba luces verdes, violetas y rojas, desde el hueco en la roca en la que estaba. El firmamento era negro, negrísimo, pero lleno de estrellas que temblaban de miedo por estar en donde estaban, supongo. El mar y la noche se juntaban en el horizonte especialmente nítido. No hacía frio, era verano. 

Mirábamos la hermosa noche cuando un cometa recorrió la oscuridad durante unos segundos. La explicación que me pidió no era la que le ofrecí, yo sabía porqué había pasado, y quedaba a años luz de la que ella esperaba, yo era joven. La luna proyectaba una penumbra que me permitía ver su figura y sus ojos de hada.

Por la mañana había decidido irme a buscar las estrellas para regalárselas. Estuve en su boda en Pamplona. Bailé con ella.